Vamos a morir.
Desde pequeño supe lo que quería. Fue una especie de amor
a primera vista. Solo tuve que ver una película para declarar con certeza cuál
sería el verdadero sentido de mi vida. El maravilloso mago de Oz era la novela
en que se basó esa cinta. El lugar estaba repleto de niños, adultos, toda clase
de personas que iban al cine para matar el tiempo. Yo tenía seis y mi madre
deseaba que pasáramos un momento juntos. Creo que fui el único que realmente
disfrutó esos ciento un minutos. Mas lo que en realidad me cautivó fue la
escena del tornado. El cielo se oscureció, las nubes parecieron cobrar vida
propia y el viento espantó a todos los seres vivos en busca de un refugio. En ese momento deseé con todo mí ser ocupar
el lugar de Dorothy. Mi mayor placer era contemplar la furia de la naturaleza,
el poder inmensurable de una tormenta violenta y monstruosa, los remolinos de
viento, tierra y todo lo que levantase vuelo destrozando casas y camionetas sin
que nada pudiera detener su avance. En mis oídos solo había lugar para esa
increíble imitación del rugido de un tren. Mi mayor deseo: alcanzar un lugar
sobre el arcoiris, descubrir Oz.
Vamos a morir.
La fantasía de un niño es objeto de risas. Cualquiera, ya
adulto, miraría atrás y se burlaría de las aspiraciones que uno se planteaba
con tanta convicción. Muchos pequeños habrán gritado a los cuatro vientos su
deseo de convertirse en súper héroes, pero hoy en día estarían encerrados en una
oficina haciendo cuentas y tecleando mecánicamente en una computadora. Nada de policías,
soldados o agentes solidarios. La vida puede absorber la niñez, arrancarla de
raíz, borrarla por completo de nuestros seres para dejar simples carcasas. Yo
luché hasta el final. Mi fascinación con los tornados jamás se extinguió. A los
veinte años comencé a perseguir mis primeras tormentas. Nunca solté una mísera
carcajada cuando recordaba mi deseo de llegar a Oz.
Vamos a morir.
Por supuesto que maduré, con el tiempo me convertí en un adulto como cualquiera. O al menos intenté adaptarme a la realidad que me rodeaba. Siempre
fui autodidacta y me instruí por mis propios medios, estudiando constantemente.
Me convertí en un operador de radio, pero mi inclinación siempre fue hacia la
investigación de los tornados. Ellos eran mi tormento, mi fascinación, no podía
simplemente mantenerlos fuera de mi cabeza. Mi objetivo se priorizó, dejando de
lado las fantasías sobre arcoiris y mundos mágicos: me centré en conocer la
naturaleza y el funcionamiento de los tornados. Me planté de pie a la puerta de
la ciencia y golpeé incesantes veces hasta que esta contestó a mi llamado.
Reducido por la inexistencia de los instrumentos meteorológicos, necesarios para
avanzar con mi investigación, jamás me di por vencido. Me convertí en ingeniero
e inventor, diseñé y creé los objetos que me facilitarían el trabajo. Y así
alcancé más escalones de los que jamás nadie se habría imaginado.
Vamos a morir.
A medida que crecía, como persona, como investigador,
como el hombre que estaba destinado a ser, mucha gente pasó a formar parte de
mi vida. Me enamoré de una hermosa mujer, a la cual me atreví a pedirle
matrimonio. Su nombre era Kathy, a veces conseguía hacer que me olvidara de las
tormentas y con su aire felino me engatusaba hasta el infierno. Ella era mi
sol, mi arcoiris. Nos casamos, tuvimos tres hijos. Y a pesar de que tenía una
familia hermosa continué persiguiendo tormentas. Dediqué mi vida a eso, escribí
sobre el tema, ayudé a las personas afectadas por tornados, fundé un equipo de
investigación, participé en un programa televisivo. Mi placer fue infinito.
Incluso mi hijo mayor comenzó a acompañarme en las persecuciones de tornados.
Fui afortunado.
Vamos a morir.
Era primavera, época de tornados. En esos momentos era
como un niño en navidad. Siempre supe que estar cerca de un tornado era algo
increíble. En esos instantes puedes ver en detalles el tornado, escucharlo y olerlo. Huele a hierba recién cortada, o de vez en cuando, si se
destruye una casa, a gas natural.¹ Con
el equipo estábamos realizando una investigación relámpago cuando se me ocurrió
poner a prueba unos sensores de tornados que todavía estaban en desarrollo.
Todos estuvimos de acuerdo y nos pusimos en marcha. El tornado era
increíble, de tal magnitud que nos tomó desprevenidos. Cuando fuimos a darnos
cuenta del potencial que poseían sus vientos, la cantidad de vórtices con la
que contaba y la velocidad a la que avanzaba fue demasiado tarde como para
actuar con precisión. La camioneta roja estaba más cerca del tornado, iba a ser
la primera presa si no comenzábamos a movernos. Volteé cuando Paul tomaba una
foto y le grité que dejara de jugar. Lo vi de pie, mas alto que yo, ya no era
un niño. Comencé a disparar órdenes, la retirada era inmediata y apresurada si
queríamos salir con vida.
Vamos a morir.
El paisaje que tenía frente a mis ojos era deslumbrante, digno de la fotografía que acababa de tomar mi hijo. La bestia de viento se retorcía con furia mientras acortaba distancia. Era un horrible gusano que arrasaba con todo lo que tenía a su paso. Sin embargo el cielo era una pintura de arte: a un lado claro y celeste con algunas nubes como si nada pudiera arruinar su calma y al otro lado horribles nubes de tierra eran iluminadas por un tenue sol que comenzaba a ocultarse. Los campos verdes encuadraban esta preciosa y enfurecida imagen. Por un par de segundos me quedé congelado contemplando lo que se avecinaba.
Vamos a morir. Vamos a morir.
La camioneta roja aceleró, pasó a nuestro lado como si
fuera perseguida por el mismísimo diablo.
En nuestro auto íbamos mi hijo Paul, Carl Young y yo. En un cerrar y abrir de ojos ya me encontraba en
el asiento del copiloto. Habíamos
sintonizado una radio y advertíamos sobre el tornado que nos perseguía. El
problema era que no había ningún sitio a donde ir, no podíamos acelerar más y
el monstruo ya casi nos alcanzaba. Carl conducía desesperado, vi cómo el terror
poseía su rostro antes de voltear para echar un vistazo. Mi hijo Paul se veía
tan indefenso que se me antojó llorar. No importó cuánto deseara que el auto se
alejara, la distancia disminuyó hasta lo inevitable. Escuché los gritos de mi
hijo, los gritos de Carl y mis gritos, una mujer al otro lado de la radio aún
nos oía.
¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir! ¡Vamos a morir!
Todo ocurrió demasiado rápido. El auto fue arrancado de
la carretera, nos elevamos en el aire siendo golpeados desde todos los lados. Pensé en
mi esposa y mis otros hijos, en cómo no pude despedirme de ellos. Esperé
escuchar el rugido de un tren, mas en mis oídos se ahogaban los gritos y el
tormento del viento. Tampoco pude decir adiós a Paul ni a Carl. La velocidad
con la que fuimos arrasados fue inexplicablemente veloz. Toda mi vida pasó por delante de mis
ojos, como si se tratase de una película. Recordé aquella vez en el cine, mi juventud como cazador de tormentas, los inolvidables momentos junto con todas las personas que conocí. Ya nada importaba realmente. Estábamos muriendo, yendo directo a ese lugar sobre el arcoiris.
N.A. Éste relato lo escribí en honor al cazador de tornados Tim Samaras. Fue un ejercicio para un taller literario que se basaba en narrar la historia de una foto y yo escogí la del tornado que coloqué más arriba.
Sophie Black