Ante el brillo colorado achiné los ojos y puse todo mi esfuerzo en adivinar el número del colectivo. No fue hasta que casi estuvo en la esquina cuando logré ver cómo a punto estaba de perder el viaje más pronto de regreso a casa. Hice entonces, con máxima aceleración, la señal universal para pedir a un transporte público que frene. El mundo se detuvo y pude ascender dentro del animal de metal.
La tarjeta marcó un viaje, el dinero pasó a ser de la empresa de colectivos. Un fino cuadradito de piel de árbol definía mi derecho a viajar ahí. Tomé a continuación un asiento ubicado por el medio. Es decir, ni muy lejos del chófer ni muy cerca del fondo, para evitar malos tragos. Luego perdí la mirada por la ventana un buen rato.
De vez en cuando la curiosidad me obligaba a fijar en las personas que se sumaban al viaje. Una buena variedad de personajes era tragada en cada parada. Aun así todavía quedaban asientos vacíos en el colectivo. Por lo que siguió siendo un viaje tranquilo, a eso de las siete y media de la tarde, con el sol ya oculto entre los edificios y el cielo como algodón de azúcar.
En una de esas paradas subió un sujeto que atrajo por completo mi atención. Lucía de negro y las letras grabadas en la espalda de su chaleco se veían ya desgastadas. El policía se sentó adelante mío, impidiendo que pudiera pensar en otra cosa. Yo no era una de esas personas que hablaban con todo el mundo, más si se trataba de desconocidos. Prefería reservarme las charlas para momentos particulares. Para ocasiones espaciales, como esa que tenía delante. Así que no lo pude resistir. Mi mano fue derecho al hombro uniformado.
—Disculpá —le dije sin más, encontrándome con una mirada clara y curiosa—, ¿te puedo hacer unas preguntas donde me tenés que contestar mintiendo?
Un pedido muy intrigante era el mío. En una situación así eran muy pocos los que se negaban a prestarse. Desde luego el policía afirmó con su cabeza. Ni siquiera me interrogó sobre cómo planeaba proceder. Entonces no desaproveché un solo minuto de mi tiempo.
—¿Tus botas son negras? —cuestioné, mirando atento las facciones de su rostro.
—No.
—¿Sos mujer?
—Sí.
De acuerdo, ya casi tenía lo que deseaba de él. Hasta ahora los gestos faciales estaban más que claros. Sólo un paso más y lo dejaría en paz.
—Ahora necesito que me respondás con sinceridad, ¿sos policía?
—Claro que sí —afirmó con una sonrisa, toda la confianza en lo que decía.
Eso fue demasiado fácil. A continuación venía la peor parte. Deseé demorarme un poco. Temía lo que pudiera llegarme a encontrar. Sin embargo corría el riesgo de que en la siguiente parada mi sujeto de prueba tuviera que irse. No lo pensé dos veces. Quería que me respondiera una única cosa más y lo dejaría tranquilo. Esta vez ni falta hacía aclararle que me mintiera o dijera la verdad, podría sacar la conclusión por mí mismo.
—Entonces, ¿sos corrupto? —le pregunté.
¡Oh, su respuesta! Tendrían que haberle visto la cara…
Sofía M. Diaz