Día

A continuación una historia que escribi, estando aburrida. Está inspirada en una mezcla de lo que serían mis días normales, una ficcion de mis días normales y los días que tendría en unos años futuros... ^^
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El día comenzó realmente bonito. A través de la ventana se filtraba un cálido rayo de sol. Bajo las dos frazadas y las sabanas, que me mantuvieron calentita durante toda la noche, sonreí. Aún con los ojos cerrados y mucha modorra extraje una pierna fuera de la cálida protección de la cama. Un intenso dolor se instaló en mi rodilla y me quejé en el silencio del departamento, soltando improperios hacia todos lados.  
-¡Duele!-chillaba mientras rodaba en la cama, desarmándola por completo.
Después de todo el jaleo logré superar el dolor y entrar en calor al mismo tiempo. Con una pollera y una camiseta con mangas cortas me dirigí a almorzar. Estuve a punto de quemar toda la cocina, junto al departamento entero, como siempre. Y aún cabía la posibilidad de acabar intoxicada por mis tan extraños métodos culinarios.
Cuando salí a la calle un pequeño sopló de viento me recorrió causando un escalofrío y me rodeé con los brazos temblando. El sol provocaba que el ambiente estuviera tibio a pesar del engañoso viento. Sin embargo el indiferente comentario de un transeúnte terminó de convencerme de que no era buena idea partir así vestida. Con sólo oír: “Hace frío”, corrí a mi cuarto a colocarme más ropa.
Volví a salir a la calle con varias ropas como para caminar bajo la nieve y sonreí. Parecía que no habría más complicaciones en el día. Llevaba puestas más de cinco remeras de distintos grosores, tres camperas, dos pantalones, con tres medias y unas resistentes botas. Y no podía faltar mi bonito gorro. Mas un pequeño niño que caminaba tomado de la mano de su madre comenzó a señalarme insistentemente.
-¡Mami, Mami! ¿Qué es eso?-preguntó curioso, mirándome como si fuera parte de la exhibición de un museo.
Así que despotricando hacia todos los niños del mundo volví a entrar en mi departamento con la definitiva decisión de no salir por ese día. Busqué el helado de chocolate que guardaba en el refrigerador para aquellos momentos tan especiales en que uno se deprimía con tanta facilidad y me arrojé en el sofá a ver televisión.
Luego de buscar cosas interesantes en una caja mágica donde estaba segura de que no las había, de bajarme todo el helado y de dormir por un par de horas, llegó la hora de encargar comida. La cena consistía en buscar un buen delivery en el receptáculo que había en la cocina y encargar cualquier comida que realmente apeteciera.
La pizza llegó y con ella el atractivo repartidor. Me dediqué a dejar una pequeña propina y comerme con los ojos al muchacho antes de volver al departamento y cenar unos cuantos trozos de pizza con muchísima mozzarella, gran cantidad de aceitunas, jamón, bastante salsa de tomate y apenas una pizca de orégano. El resto, que no tenía el privilegio de llenar mi estómago, quedaba en la heladera aguardando al momento en que el hambre volviera al ataque y no hubiera otra cosa comestible que no fueran esas viejas y húmedas porciones de pizza.
Al día siguiente tocaba trabajo. Debía realizar algunas cosas pero el cansancio estaba primero. Y luego de no hacer nada más que vagar requería unas largas horas de sueño. Es decir, que arrastrando los pies, me dirigí a la cama y me arrojé sin siquiera armarla. Me envolví como un capullo con el lío de frazadas y sabanas y cerrando los ojos me quedé absolutamente dormida. Esperando que el día siguiente fuese diferente…

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