Ante
mí todo es verde. Los árboles, el interminable césped. El aroma a
tierra y hojas de pino se pelea contra la punta de mi nariz, mecido
por el viento. En el cielo existe una sola nube que lo cubre todo. O
más bien un conjunto de cúmulos oscuros que fácilmente se
apoderaron del firmamento que alguna vez fue azul. Lo único blanco
es aquella casa en medio de la nada, donde trabajo. Una enorme cabaña
de madera blanca con techo de tejas rojas. Un recinto para enfermos
que nadie quiere volver a ver. Se ve tan fuera de lugar, estando en
medio de la nada. Quizá tanto como yo, recostada contra el marco de
la puerta y contemplando el cielo gris. Es difícil sentir que uno
encaja cuando las piezas del rompecabezas están perdidas.
El
paciente que estoy tratando últimamente sufre de una severa
acuafobia. Es un hombre de avanzada edad, que debe estar rondando los
setenta años. Su cuerpo no demuestra demasiado deterioro por el paso
de los años. Sólo está un poco encorvado y arrugado, con el
cabello todo canoso. Sigue siendo más alto que yo. Cuando elevo la
mirada para buscar sus ojos me encuentro con dos charcos azules. A
simple vista parece un sujeto tranquilo y agradable de conversar.
Rara vez sonríe. Parece ser que siempre fue alguien inteligente y
serio. Sin embargo pierde el control y la cordura cuando se trata del
agua.
Debería
preocuparme ante el claro pronóstico del tiempo. Adentro de la casa debe de haber a un señor Benson caminando con demasiada prisa
de un lado a otro, poseído por el nerviosismo. No importa cuántas veces le asegure que la lluvia
no puede alcanzarlo si permanece dentro y resguardado, Earnest Benson
no quiere ni oír el sonido de las gotas de agua estrellándose
contra el techo y las ventanas de la casa. La mera idea lo perturba.
Así que lo más sensato es darle su medicación, ayudarlo a
acostarse y procurar que se duerma. De todos modos sigo clavada al
suelo de madera, junto al marco de la puerta. Es sólo otra tormenta
más y yo continúo sin poder ayudar al pobre señor Benson.
No me
muevo hasta que comienzo a oír los gritos. No suenan realmente
desesperados, sino más bien son un llamado de atención. La voz
rasposa y perturbada de Earnest rebota contra las paredes de la casa
y rueda hasta mis pies. Consigue que cierre la puerta a mis espaldas
y me dirija hacia la sala de estar, donde él se encuentra sentado en
una mesa.
—Señorita
Harper, señorita Harper —repite esas dos palabras sin cesar, es lo
único que parece decir. Lo miro intrigada.
—¿Qué
ocurre, señor Benson? —le pregunto con verdadera intriga. Porque
sus ojos parecen tener un brillo fuera de lo común. No entiendo lo
que ocurre.
—El
agua está viniendo, quiere llevarme. No descansará hasta llevarme
—dice con notable paranoia. Echa un vistazo a su alrededor, se
rasca la nuca con ansiedad y luego vuelve la mirada al tablero de
ajedrez que descansa sobre la mesa delante suyo. Mueve un peón.
Las
furiosas nubes negras espían desde la ventana, pero todavía no
descargan su violenta agua contra la casa. Sé que es cuestión de
tiempo antes de que Earnest pierda los estribos. No ha tomado su
medicina, no está durmiendo, no es alguien que yo pueda manejar con
facilidad. Me dobla en tamaño y fuerza, aunque este ya viejo. Lo que
voy a hacer es una completa locura. Pero estando rodeada de enfermos
que la padecen es fácil contagiarse un poco. Me justifico pensando
que nunca tendré una oportunidad igual. Deslizo un peón negro y
contengo el aliento por un instante.
—¿A
dónde quiere llevarlo el agua, señor Benson? —pregunto a
continuación. Él nunca contesta a mis preguntas, pero yo tampoco
desisto.
Por
supuesto que no obtengo respuesta alguna. Earnest mueve su mano
huesuda y desliza un alfil blanco sobre el tablero. Luego me mira de
manera insistente, espera a que yo haga mi siguiente movimiento. No
quiero concentrarme en el juego. El tiempo está siendo considerado
conmigo y aún la lluvia no se desata. Debo fingir que le sigo la corriente si espero sacar algún atisbo de información a mi paciente. Muevo
otro peón. El abuelo que tengo delante mío se muestra decepcionado.
—No
lo sé, querida. Si lo supiera no me aterraría tanto, ¿sabes?
—comenta aquello con extrema tranquilidad, mientras mueve otra
pieza blanca.
De no
ser por el temblor de su cuerpo habría jurado que es un hombre
completamente distinto y superado. Le aterra pensar y hablar del
tema, eso está más que claro. Incluso yo me siento nerviosa debido
a la proximidad de la tormenta. Sin embargo estoy mucho más
emocionada por aquel pequeño avance. El señor Benson acaba de
hablar y eso sólo puede significar que planea abrirse. Sólo así
podrá superar al fin su fobia: confiando y prestándose. De manera
automática muevo otra pieza negra y esta vez ni siquiera tengo que
abrir la boca para formular una pregunta. El anciano se encuentra
sumido en sus pensamientos, mirando el tablero de ajedrez al tiempo
que comienza a narrar su historia.
—Volvía
del trabajo, un día como cualquiera —me explica—. El sol
comenzaba a hundirse en el horizonte, jugando a las escondidas entre
las casas. Busqué a mi mujer en la cocina, donde siempre solía
estar cuando yo regresaba del trabajo. Pero nadie había estado allí
preparando la cena. Así que la busqué en el jardín, esperando
verla entre las flores, con las rodillas hundidas en el barro y el
rostro manchado por el esfuerzo. A ella le encantaban las plantas,
siempre las cuidaba con mucho esmero. Pero aquel día nadie las había
regado —su frente se arruga ante el recuerdo—. Entonces comencé a llamarla por su nombre, esperando que
respondiera desde el cuarto de baño o nuestra habitación en el
primer piso. No la escuché mientras subía las escaleras de dos en
dos. Me percaté del rumor del agua en cuanto pise el último
escalón. Sentía gran alivio al creer que simplemente se estaba duchando.
Volví a llamarle, me cansé de repetir su nombre. Como ella nunca
contestó decidí abrir la puerta y fue entonces que la encontré —parece que ahí se detiene.
Sus dedos danzan en el aire sobre la figura de un caballo. Aguarda, duda y prefiere continuar la historia antes que el juego.
— Estaba en la ducha. El agua se había llevado todo su color —le toma esfuerzo decirlo, se estremece—. No pude
hacer nada para salvarla. La rodeé con mis brazos, sacudí su cuerpo
tieso. Intenté que abriera sus ojos, que moviera sus labios para
respirar. El agua seguía corriendo sobre nuestros cuerpos y el color
se iba por el desagüe. El amor de mi vida se encontraba sin vida. El
agua se la llevó… —eso es todo lo que dice antes de mover, al final, a la
reina blanca—. Jaque.
—Siento
mucho su pérdida, señor Benson —me atrevo a decirle mientras
intento salvar a mi rey—. Pero tiene que darse cuenta de que sólo
fue un accidente, el agua no va a llevarlo a ningún lado, no puede
dañarlo a no ser que usted lo permita. Los accidentes ocurren, Earn.
No fue culpa suya, ni de nadie. Ella no murió para que se
convierta en esto, tiene que superar su fobia al agua —termino de
decir.
La
verdad: no creo que mis palabras puedan ser suficiente para ayudar al
señor Benson. Su pérdida y su dolor son un peso demasiado
importante en su vida como para hacerlo a un lado con tanta rapidez.
No espero que en este preciso instante él comprenda lo que le estoy
diciendo y tampoco espero que supere de inmediato su fobia. Lo he
visto espantado cuando abrían el grifo de la cocina o cuando
escuchaba correr el agua del baño. Le he obligado a bañarse sin
tomar sus pastillas y contemplé impresionada cómo sufría un
verdadero ataque de pánico al sentir las gotas de agua correr por su
piel. Incluso cuando se baña medicado no deja de repetir que el agua
lo limpia demasiado, que el agua le roba su color. Nunca entendí
aquella extraña metáfora en la cual él aseguraba que su piel se
desteñía. Hasta este preciso instante, luego de oír la historia tan
triste que Earnest llevaba oculta.
El
viento sigue soplando contra las ventanas mientras que Earn y yo
continuamos jugando al ajedrez, ahora en absoluto silencio. Sin
embargo el agua no llega a caer del cielo. Las nubes comienzan a
dispersarse lentamente, aburridas por la inminente victoria del señor
Benson. Un rayo de sol alcanza a filtrarse por una ventana y los ojos
azules del anciano se sienten atraídos por ese brillo dorado. Yo
también fijo la mirada en el día soleado que lucha por reinar el
cielo.
—Parece
que va a llover —comenta Earnest.
Estoy
a punto de contradecirlo, pero entonces me fijo mejor. Los charcos
azules que son sus ojos están derramando gruesas corrientes de
lágrimas. Su cuerpo se estremece y él llora en silencio. No
demuestra temor alguno a que su rostro se destiña o a que el agua se
lo lleve. Ha desatado el nudo que amenazaba con ahogarlo. Llora
porque le han arrebatado lo más preciado de su vida y no pudo hacer
nada para evitarlo. No puede hacer nada ahora tampoco, más que
llorar.
La pena me embarga por completo. Duele pensar en cómo me
gustaría poder ayudar en verdad. Pero no puedo traer de vuelta a su mujer. Ni siquiera alcanzo a comprender el profundo dolor que debe de pasar cada día al despertar y recordar. Así que, tan pronto como lo realizo, también rompo en un silencioso
llanto. Me doy cuenta que Earn tuvo razón. Realmente comenzó a
llover…
Sophie Black