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“So love is about finding the right person to hurt you?”

“Pretty much.” —Matt Haig 

Hay veces que conoces a una persona y sabes que es inevitable enamorarse de ella. Lo intentas, procuras mantener una distancia prudente y un pensamiento frío. Pero va más allá de todo eso. Así que, lo quieras o no, escapa de tu control. Es cuestión de tiempo para que caigas en su red. Tarde o temprano: terminas enamorándote.

Luego, llega el miedo. Los temores primero hacen fila y al rato se abalanzan para aplastarte. Millones de dudas te impiden pensar con claridad. Arriesgarse no es opción, te repites constantemente. Una vez que es acepada la idea, guardas esos sentimientos, que son tan confusos, sólo para ti. Mantienes el peso sobre tus hombros a como dé lugar. No hay confesión que valga. No lo dirás. Tienes tu propio mantra para evadir el asunto.

Prefieres alejarte y mantener una horrible distancia antes que caer en el peor error de tu vida. El segundo si contamos haberte enamorado. Las palabras se atoran en tu garganta y los sentimientos te asfixian. No hay llave para ese sangrante corazón que llevas dentro. Buscas la primera puerta de salida. Es mucho más sencillo efectuar una huida. El camino que debes tomar, si liberas y sigues a tus emociones, se encuentra lleno de matorrales con filosas espinas. No estás dispuesto a hacer el sacrificio de circular por ahí. Prefieres no intentarlo. Crees que cualquier otra opción es mucho más confiable y mejor, crees que no merecen la pena tantos rasguños. Parece tan fácil largarse en la dirección contraria.

Así es cómo terminas perdiendo a esa persona que una vez amaste y que ahora no puedes olvidar. Lo único que logras conservar es el recuerdo de lo que una vez fue y la agonía de lo que nunca pudo ser. Sin embargo ya es tarde para echarse atrás. Cuando la decisión fue tomada tu ya sabías con certeza cuáles serían las consecuencias y aun así seguiste adelante hasta este ineludible punto. La duda puede carcomer tu cerebro, muchos quizá y tal vez asomen por tu cabeza de vez en cuando. Pero intentas convencerte de que hiciste lo correcto. Haces el mejor esfuerzo por seguir adelante.

Hay veces que conoces a una persona, te enamoras y aceptas perderla por temor a salir lastimado. Crees que así te ahorras muchos dolores, que así estarás más seguro. Pero, luego, el daño es irreparable. Por eso mismo, a veces, es mejor que estés atento y no conozcas a esa persona. Ese hecho tan factible puede ahorrarte un millón de problemas. Aunque así te pierdas de conocer a alguien sensacional y el precio a pagar sea, en efecto, no enamorarte. Hazme caso y voltea, no la mires. Deja que siga con su camino y se vaya lejos de tu vida antes de que sea demasiado tarde. Hay veces que tienen que hacerse tales sacrificios…

La pregunta del millón, la mayor parte del tiempo, es cómo ignorarla si continuamente aparece ante ti, lo quieras o no. Es entonces que uno llega a la trágica conclusión de que el destino juega en su contra. Y quizá todo sería mucho más simple si, en lugar de tantas vueltas y miedos, uno simplemente es sincero consigo mismo y con esa persona. Porque la verdad es sencilla, tan fácil como decirle a ese alguien tan especial que te gusta de un millón de formas distintas y que no lo cambiarías por nada en el mundo, ni siquiera por la oportunidad de tener un poco de seguridad sin ningún enamoramiento.


Enfrentarse al rechazo ya es otro tema muy distinto. Nadie es perfecto. La tristeza no dura para siempre. El mundo está plagado de personas especiales de las que puedes llegar a enamorarte y algún día encontrarás a la indicada. Sólo tienes que hacer las cosas bien. Enamórate. Di las cosas sin dudarlo. Levántate sin importar las veces que puedas tropezar. Y, si quieres llorar, hazlo. No te avergüences de nada.

Sophie Black



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Ante mí todo es verde. Los árboles, el interminable césped. El aroma a tierra y hojas de pino se pelea contra la punta de mi nariz, mecido por el viento. En el cielo existe una sola nube que lo cubre todo. O más bien un conjunto de cúmulos oscuros que fácilmente se apoderaron del firmamento que alguna vez fue azul. Lo único blanco es aquella casa en medio de la nada, donde trabajo. Una enorme cabaña de madera blanca con techo de tejas rojas. Un recinto para enfermos que nadie quiere volver a ver. Se ve tan fuera de lugar, estando en medio de la nada. Quizá tanto como yo, recostada contra el marco de la puerta y contemplando el cielo gris. Es difícil sentir que uno encaja cuando las piezas del rompecabezas están perdidas.
El paciente que estoy tratando últimamente sufre de una severa acuafobia. Es un hombre de avanzada edad, que debe estar rondando los setenta años. Su cuerpo no demuestra demasiado deterioro por el paso de los años. Sólo está un poco encorvado y arrugado, con el cabello todo canoso. Sigue siendo más alto que yo. Cuando elevo la mirada para buscar sus ojos me encuentro con dos charcos azules. A simple vista parece un sujeto tranquilo y agradable de conversar. Rara vez sonríe. Parece ser que siempre fue alguien inteligente y serio. Sin embargo pierde el control y la cordura cuando se trata del agua.
Debería preocuparme ante el claro pronóstico del tiempo. Adentro de la casa debe de haber a un señor Benson caminando con demasiada prisa de un lado a otro, poseído por el nerviosismo. No importa cuántas veces le asegure que la lluvia no puede alcanzarlo si permanece dentro y resguardado, Earnest Benson no quiere ni oír el sonido de las gotas de agua estrellándose contra el techo y las ventanas de la casa. La mera idea lo perturba. Así que lo más sensato es darle su medicación, ayudarlo a acostarse y procurar que se duerma. De todos modos sigo clavada al suelo de madera, junto al marco de la puerta. Es sólo otra tormenta más y yo continúo sin poder ayudar al pobre señor Benson.
No me muevo hasta que comienzo a oír los gritos. No suenan realmente desesperados, sino más bien son un llamado de atención. La voz rasposa y perturbada de Earnest rebota contra las paredes de la casa y rueda hasta mis pies. Consigue que cierre la puerta a mis espaldas y me dirija hacia la sala de estar, donde él se encuentra sentado en una mesa.
—Señorita Harper, señorita Harper —repite esas dos palabras sin cesar, es lo único que parece decir. Lo miro intrigada.
—¿Qué ocurre, señor Benson? —le pregunto con verdadera intriga. Porque sus ojos parecen tener un brillo fuera de lo común. No entiendo lo que ocurre.
—El agua está viniendo, quiere llevarme. No descansará hasta llevarme —dice con notable paranoia. Echa un vistazo a su alrededor, se rasca la nuca con ansiedad y luego vuelve la mirada al tablero de ajedrez que descansa sobre la mesa delante suyo. Mueve un peón.
Las furiosas nubes negras espían desde la ventana, pero todavía no descargan su violenta agua contra la casa. Sé que es cuestión de tiempo antes de que Earnest pierda los estribos. No ha tomado su medicina, no está durmiendo, no es alguien que yo pueda manejar con facilidad. Me dobla en tamaño y fuerza, aunque este ya viejo. Lo que voy a hacer es una completa locura. Pero estando rodeada de enfermos que la padecen es fácil contagiarse un poco. Me justifico pensando que nunca tendré una oportunidad igual. Deslizo un peón negro y contengo el aliento por un instante.
—¿A dónde quiere llevarlo el agua, señor Benson? —pregunto a continuación. Él nunca contesta a mis preguntas, pero yo tampoco desisto.
Por supuesto que no obtengo respuesta alguna. Earnest mueve su mano huesuda y desliza un alfil blanco sobre el tablero. Luego me mira de manera insistente, espera a que yo haga mi siguiente movimiento. No quiero concentrarme en el juego. El tiempo está siendo considerado conmigo y aún la lluvia no se desata. Debo fingir que le sigo la corriente si espero sacar algún atisbo de información a mi paciente. Muevo otro peón. El abuelo que tengo delante mío se muestra decepcionado.
—No lo sé, querida. Si lo supiera no me aterraría tanto, ¿sabes? —comenta aquello con extrema tranquilidad, mientras mueve otra pieza blanca.
De no ser por el temblor de su cuerpo habría jurado que es un hombre completamente distinto y superado. Le aterra pensar y hablar del tema, eso está más que claro. Incluso yo me siento nerviosa debido a la proximidad de la tormenta. Sin embargo estoy mucho más emocionada por aquel pequeño avance. El señor Benson acaba de hablar y eso sólo puede significar que planea abrirse. Sólo así podrá superar al fin su fobia: confiando y prestándose. De manera automática muevo otra pieza negra y esta vez ni siquiera tengo que abrir la boca para formular una pregunta. El anciano se encuentra sumido en sus pensamientos, mirando el tablero de ajedrez al tiempo que comienza a narrar su historia.
—Volvía del trabajo, un día como cualquiera —me explica—. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte, jugando a las escondidas entre las casas. Busqué a mi mujer en la cocina, donde siempre solía estar cuando yo regresaba del trabajo. Pero nadie había estado allí preparando la cena. Así que la busqué en el jardín, esperando verla entre las flores, con las rodillas hundidas en el barro y el rostro manchado por el esfuerzo. A ella le encantaban las plantas, siempre las cuidaba con mucho esmero. Pero aquel día nadie las había regado —su frente se arruga ante el recuerdo—. Entonces comencé a llamarla por su nombre, esperando que respondiera desde el cuarto de baño o nuestra habitación en el primer piso. No la escuché mientras subía las escaleras de dos en dos. Me percaté del rumor del agua en cuanto pise el último escalón. Sentía gran alivio al creer que simplemente se estaba duchando. Volví a llamarle, me cansé de repetir su nombre. Como ella nunca contestó decidí abrir la puerta y fue entonces que la encontré —parece que ahí se detiene.

Sus dedos danzan en el aire sobre la figura de un caballo. Aguarda, duda y prefiere continuar la historia antes que el juego.

— Estaba en la ducha. El agua se había llevado todo su color —le toma esfuerzo decirlo, se estremece—. No pude hacer nada para salvarla. La rodeé con mis brazos, sacudí su cuerpo tieso. Intenté que abriera sus ojos, que moviera sus labios para respirar. El agua seguía corriendo sobre nuestros cuerpos y el color se iba por el desagüe. El amor de mi vida se encontraba sin vida. El agua se la llevó… —eso es todo lo que dice antes de mover, al final, a la reina blanca—. Jaque.
—Siento mucho su pérdida, señor Benson —me atrevo a decirle mientras intento salvar a mi rey—. Pero tiene que darse cuenta de que sólo fue un accidente, el agua no va a llevarlo a ningún lado, no puede dañarlo a no ser que usted lo permita. Los accidentes ocurren, Earn. No fue culpa suya, ni de nadie. Ella no murió para que se convierta en esto, tiene que superar su fobia al agua —termino de decir.
La verdad: no creo que mis palabras puedan ser suficiente para ayudar al señor Benson. Su pérdida y su dolor son un peso demasiado importante en su vida como para hacerlo a un lado con tanta rapidez. No espero que en este preciso instante él comprenda lo que le estoy diciendo y tampoco espero que supere de inmediato su fobia. Lo he visto espantado cuando abrían el grifo de la cocina o cuando escuchaba correr el agua del baño. Le he obligado a bañarse sin tomar sus pastillas y contemplé impresionada cómo sufría un verdadero ataque de pánico al sentir las gotas de agua correr por su piel. Incluso cuando se baña medicado no deja de repetir que el agua lo limpia demasiado, que el agua le roba su color. Nunca entendí aquella extraña metáfora en la cual él aseguraba que su piel se desteñía. Hasta este preciso instante, luego de oír la historia tan triste que Earnest llevaba oculta.
El viento sigue soplando contra las ventanas mientras que Earn y yo continuamos jugando al ajedrez, ahora en absoluto silencio. Sin embargo el agua no llega a caer del cielo. Las nubes comienzan a dispersarse lentamente, aburridas por la inminente victoria del señor Benson. Un rayo de sol alcanza a filtrarse por una ventana y los ojos azules del anciano se sienten atraídos por ese brillo dorado. Yo también fijo la mirada en el día soleado que lucha por reinar el cielo.
—Parece que va a llover —comenta Earnest.
Estoy a punto de contradecirlo, pero entonces me fijo mejor. Los charcos azules que son sus ojos están derramando gruesas corrientes de lágrimas. Su cuerpo se estremece y él llora en silencio. No demuestra temor alguno a que su rostro se destiña o a que el agua se lo lleve. Ha desatado el nudo que amenazaba con ahogarlo. Llora porque le han arrebatado lo más preciado de su vida y no pudo hacer nada para evitarlo. No puede hacer nada ahora tampoco, más que llorar.

La pena me embarga por completo. Duele pensar en cómo me gustaría poder ayudar en verdad. Pero no puedo traer de vuelta a su mujer. Ni siquiera alcanzo a comprender el profundo dolor que debe de pasar cada día al despertar y recordar. Así que, tan pronto como lo realizo, también rompo en un silencioso llanto. Me doy cuenta que Earn tuvo razón. Realmente comenzó a llover…

Sophie Black
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(Otro día)

El timbre. Es en algún momento, pasado el mediodía, que el timbre suena. Noiz gira en la cama. Lo ignora. Le gusta dormir aunque el sol ya este danzando sobre el cielo, retozando entre un montón de nubes que es muy probable vengan a mear Londres como cualquier día. El clima muchas veces apesta, pero lo que más apesta es no tener el dinero suficiente para hacer lo que se le de la gana. Por eso Noiz duerme. Y porque le gusta dormir. El timbre sigue sonando, cada vez más insistente. Seguro se trata de alguien decidido a sacar al francés de la cama. ¡Enhorabuena! Lo ha conseguido. Alguien se ha ganado un puñetazo en la cara por parte de un malhumorado francés que acaba de despertar.



—Quel salop! Quel enculé! C’est un vrai fils de pute! —masculla por lo bajo mientras desliza las piernas dentro de un pantalón cualquiera, el primero que encuentra a mano. 


Se revuelve el cabello rubio, no se molesta en buscar una camiseta ni calzarse nada. Abre la puerta y amaga a golpear. Su puño se detiene justo a tiempo delante de la narizita de una joven. Cabellos cortos y multicolores, un ojo de cada color con lentillas llamativas, ropa fosforescente y botas de demasiado centímetros de alto. No es una niña, es una muchachita con una sonrisa picara y es una buena noticia. Así que Noiz la deja pasar y en silencio van a la cocina.

—¿Café? —ofrece sin muchos ánimos, aún no está del todo despierto.

—Es tarde y deberías estar almorzando, no desayunando, so bobo —replica la mujercita con voz muy aguda—. Hoy a la noche tienes un trabajo —sigue explicando, acomodándose en una silla y sonriendo—Te pagaran un dineral por pasar buena música en el cumpleaños de una niñita de papá, ¿qué opinas? —

—Estoy tan desesperado que no puedo opinar —replicó el francés.

—Lo sé, lo sé. Ambos preferimos trabajar en una fiesta de verdad, pero la de hoy es una gran oportunidad —insiste, sumamente convencida—. Ahora deja de llorar y trae aquí tus manos, te arreglaré las uñas. ¿Qué color te apetece? —

—Negro, para que convine con mi alma.

Taza de café en mano, trasero en silla y uñas siendo pintadas por la mujercita de todos colores. Conversan, deciden la música que va a pasar en la fiesta de esa noche. No son sólo compañeros de trabajo, son amigos. Hablan de la vida, de la mierda que les toca a cada uno y de los puntos positivos, los cuales son pocos pero por lo menos existen. Noiz es el que menos habla, pero tiene buen oído y no sólo para la música. Una vez se queda sin café y las uñas se secan, le abre la puerta a la chica arcoiris para que siga con su vida. A la noche se vuelven a ver.

Cuando Noiz termina de armar su equipo de música los niños recién empiezan a llegar. No entiende cómo acabó en una mansión enorme, acomodado en una sala de baile, poniendo música para un grupo de adolescentes hormonados y malcriados. No hay un sólo chiquillo que no lleve algo de oro encima. Podría ponerse a robar. Pero apenas puede mirarlos, porque al hacerlo se ve a él mismo unos años más joven. Los detesta y se detesta. Pero sigue pasando música. La cosa se vuelve aburrida y Noiz deja una lista de reproducción para salir a tomar un poco de aire, fumarse un cigarro. Su teléfono suena y atiende el llamado. Es un cliente, uno con demasiada información. Sabe donde diablos esta parado y quiere un encargo rápido. Al francés no le gusta ni un pelo lo que ocurre. Se siente observado, y al mismo tiempo acorralado. Tiene un arma en el bolso que trajo, tiene un cuchillo escondido en el tobillo. Matar a alguien es pan comido. Es más dinero fácil. No puede rechazar la oferta. Aunque se trate del padre de la cumpleañera. Así que acepta. Arroja el cigarrillo, lo pisotea con fuerza y se encuentra de cara con un hombre que tiene todo el aspecto de guardia. Claramente no esta en la casa de un ricachón cualquiera.

—Soy el DJ, sólo salí a tomar aire —explica el rubio. Se rasca la cabeza y finge el tonto. Cosa que el guardia no se cree.     

Manos en el aire, mostrando lo vacías e inofensivas que se ven. Un paso, dos al frente. Una distancia corta y accesible. El guardia amaga a sacar algo, quizá un arma. Noiz no le da tiempo. Lo atrapa, lo jala, le rodea el cuello con un brazo y crack. Toca deshacerse del cuerpo. Lo arroja entre unos arbustos junto a la puerta por donde salió. Entonces se detiene un segundo y escucha, piensa, observa. Tiene que buscar y encontrar a Paul Dolce antes de que encuentren al guardia muerto y se dispare cualquier alarma. La música sigue sonando, la lista de reproducción entretiene a los chicos. Él planea entretenerse también.



N.A. Este texto lo saqué de un rol. Por alguna razón me gustó cómo quedó.

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