El festín


Una silueta coronaba el centro mismo del jardín. Aquella noche su piel fluía como las aguas de un río bajo el tenue resplandor de la luna. Un centenar de cadáveres de fuego parpadeaban en lo alto con la atención puesta en esa escena que se representaba. El teatro acababa de abrir sus puertas al público. Sobre el tierno césped la figura principal danzaba y a su alrededor los animales en círculo participaban.
Una actividad macabra podría decirse. Las criaturas de distintos pelajes y tamaños se movían como jaladas por hilos invisibles. Nunca vistos aquellos movimientos tan diáfanos. Podía notarse a la distancia el brillo en los innumerables ojos, el deseo que corrompía por dentro a las bestias. Actuaban todos hipnotizados por el perfume femenino. Aquel que desprendían las lágrimas al caer con sensualidad de los pétalos florecidos en el vientre vibrante. Ella lo sabía, podía presentirlo a través del cargado aire que arañaba su tensa piel. Por eso no tardaría en entregarse al placer prohibido.
Cada pisada y cada latido creaban en conjunto una música magnética que seducía a continuar. Pero la mujer detuvo sus movimientos danzantes. Con delicadeza acabó recostada sobre el suelo, pequeñas carcajadas brotando de sus labios ante el roce del pasto. Las sombras dibujaron runas de un antiguo idioma sobre su cuerpo. Ella abrió las piernas dando la bienvenida al mundo de lo malintencionado y una a una las criaturas se asomaron.
Bajo un coro de plácidos jadeos la silueta se curvó hasta imitar un perfecto puente. La conexión con el averno mismo fue otorgada por medio de las lenguas que acariciaron con ansiada gula cada rincón de sus entrañas. Los demonios se arremolinaron en su garganta mientras los gritos iban en aumento. El lejano testigo estuvo tentado a desviar la mirada, más le fue imposible.
Increíble cómo un ser de luz podía entregarse a tanta oscuridad. Doloroso como la espina clavada en el corazón intruso que contemplaba con mudo asombro, oculto en la distancia. Una criatura que no había sido invitada a degustar el manjar que era ofrecido esa noche. En su forma animal, como un lobo de fino pelaje, decidió entonces poner fin al maltrato interminable. Aunque, ante el primer paso, sus intenciones se tambalearon presas de un fuerte soplo. Su voluntad cayó cual castillo de naipes. Así, gracias a la fatalidad, la bruma obligó a la fiera a retozar sin piedad sobre la carne ya rota.  
Todo pareció perdido. Un alma inocente estuvo a punto de consumirse por completo. Hasta que una pregunta rodó más allá de las quejas y el dolor. ¿Cuánto sería necesario para abrir los ojos? La respuesta no parecía querer llegar a los labios deshechos. Así que la silueta recobró el movimiento lentamente, sacudiendo primero las extremidades de sus dedos y luego aferrándose con sus brazos a la espalda del animal que tenía encima. Lo reconocía. Lo necesitaba. Las embestidas se tornaron delicadas hasta cesar por fin.
Un aullido quebró la oscuridad que los aprisionaba. La mujer se abrazó al lobo y sollozó. Todo ese tiempo deseando huir de lo inevitable, todo ese tiempo irremediablemente enamorada. Sólo ellos dos quedaron en el jardín, sus trozos desperdigados sobre la vegetación decorada por el rocío del amanecer.

Sofía Macarena Diaz


*Escrito por enero de 2018.

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