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“Son decisiones políticas las que condicionan a la economía”

El corresponsal de Santa Fe en La Política On Line, Fabricio Navone, dio su opinión sobre la situación económica del país, en relación con la “crisis importante” que acontece.

“A la economía hay distintas formas de verla -dijo el periodista-, depende en qué marco teórico e ideológico uno se para. Por ejemplo, el gobierno nacional hace hincapié y le presta mucha atención a lo que sería la macroeconomía”. A continuación, explicó que las variables macros que hacen a la economía tienen que ver con la balanza comercial, con la exportación y con el comercio internacional. Eso es en lo que pone énfasis el gobierno nacional. “¿Y qué pasa cuando se mira la economía desde esta perspectiva? Muchas veces se deja de lado lo que pasa en el mercado interno, lo que les pasa a los argentinos con la producción local, con las Pymes y con el sueldo de los trabajadores”, indicó Navone.

La teoría del gobierno se basa en el derrame. Esto implica que, al acomodar la macroeconomía, los beneficios empiezan a “rebalsar” y derramarse hacia los sectores más bajos de la sociedad. “Lo cual –precisó el corresponsal– los críticos de esta teoría dicen que es una falacia y yo me adscribo a esa idea”. Él cree que la crisis se debe a un enfoque ideológico y de política económica que tiene que ver con que haya sectores muy concentrados que ganen muy bien y el resto queda marginado de los beneficios de la economía. “Que es la historia de este país también”, advirtió el periodista. Sobre este detalle, además, señaló: “En la época de la oligarquía, cuando había veinte, treinta, familias que dominaban las extensiones de los campos, el resto se moría de hambre. Ellos podían exportar las carnes a Inglaterra, podían comerciar con Europa y hablaban del libre mercado. Claro, el libre mercado que beneficiaba a muy poca gente”.

El redactor de La Política On Line opinó que “el gran responsable” de la crisis financiera es el gobierno actual; es el presidente Mauricio Macri y las decisiones que su equipo económico tomó. Destacó, también, que siempre se fue hacia el mayor endeudamiento y ese dinero es para la inversión o “la bicicleta financiera” y lo que va de eso a obras públicas es un porcentaje muy minúsculo. “Esto no hace que el aparato productivo del país se mueva”, sancionó el corresponsal.

Dentro de la opinión del periodista, la relación que lleva el país con el Fondo Monetario Internacional es negativa. “Porque no sólo que se va al FMI y se le da la llave de la economía: manéjela usted. Que ni siquiera se le discute –destacó Navone–. Entonces el FMI dice: el dólar tiene que estar a tantos pesos. Pero el dólar aumenta y a nosotros la canasta básica se nos va por las nubes”. 
     
El gasto público es uno de los “eslóganes de los liberales”, de la derecha. Idea donde el Estado gasta más de lo que puede. Respecto a esto, Fabricio Navone, decretó que el Estado no es una empresa. “En una empresa tenés veinte operarios, tenés un problema financiero, o un mal año, y bueno, echas dos o tres. Cuando vos gobernás un país, no podés echar a nadie, sos responsable de todos los habitantes de tu país –explicó–. Al recortar gastos muchas veces se hace de servicios que el Estado no presta y no los presta nadie más. Esto ocurre en sectores de la población que quedan totalmente marginados, sin ningún tipo de contención social”.

Hace pocos meses atrás el dólar estaba a trece, a quince pesos. Después se fue a diecinueve y ahora está treinta y siete o treinta y ocho pesos. Hace picos de cuarenta, “como la fiebre”, y después baja un poco. Pero el corresponsal proclama que hoy, la cuestión es que no hay ningún tipo de barrera para quienes quieran sacar dólares al exterior. “No hay ningún tipo de control y vale lo mismo el dólar para irse de vacaciones que para una empresa Pyme que tiene que producir y comprar materia prima o algún producto o alguna maquina en el extranjero”, destacó. Entonces cree que todas esas liberaciones que hicieron son muy perjudiciales y dejan atado al dólar exclusivamente al mercado.

En cuanto a un buen accionar para encaminarse lejos de la crisis, Navone expresó: “Como periodista, yo digo, que el estado tendría que apostar al consumo interno, a mejorar el salario de los trabajadores, de los jubilados, de las jubiladas que se pudieron jubilar porque fueron amas de casa, que trabajaron en negro, mejorar todos los ingresos de los sectores populares. Esto permite que la gente compre más, pueda gastar y pueda satisfacer sus necesidades. Entonces eso va haciendo todo un circulo virtuoso donde cada vez hay mayor consumo, y estas generando las condiciones para que el mercado se vaya alimentando”.

En conclusión, el problema se encuentra en que el gobierno desestima la capacidad del mercado interno y eso perjudica al país. “Nos acostumbraron a que podías tener teléfono celular, cambiar el teléfono celular, tener aire acondicionado. Y bueno, si uno labura todo el día ¿no puede llegar a su casa y prenderse el aire acondicionado cuando fue la temperatura de cuarenta grados?”, criticó el periodista. En relación a estos conflictos que acentúan cada vez más la crisis, Navone concluyó: “Yo no quiero un país así”. Pensamiento recurrente en la vida de muchos argentinos. Sin embargo, la esperanza de salir adelante no se pierde y queda por verse cómo seguirá desarrollándose la situación económica de la Argentina para finales de este año y comienzos de 2019.        


Sofía M. Diaz

*Trabajo final de Practica Profesionalizante I
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Tenés que ir al barrio mecha. Eso me dijeron todos. Pero es sólo un repuesto de cafetera lo que necesito. No, no importa, el barrio este tiene lo que buscás y a un precio insignificante. Me lo vendieron re bien. Así que acá estoy.

Me fui a parar en la calle principal, apenas salí del trabajo, y los carteles confeccionados por luces de neón de todos los colores lastimaron mis cansadas retinas. Cada tienda tiene un ancho de tres o cuatro metros, hay millones. Chatarra robótica por todos lados. Colgando de las paredes, desperdigada por la calle. No pueden faltar los tenderos, tratando de captar la atención de quien pasa caminando por al lado. El ruido se suma al resto de la contaminación. Impresionante.

Un trasto de metal oxidado, mezcla de color hierro y lo que alguna vez fue azul cielo, desliza sus ruedas desaceitadas hacia mí. Entonces se detiene, apunta con dos luces tenues, bastante gastadas, que hacen de ojos, a mi rostro y parece parpadear. Lo que una vez fue una mandíbula quedó trabada en una graciosa sonrisa, me empuja a corresponder el gesto con una mejor imitación. No importa que el bicho carezca de sentimientos como para reconocer mi intento de empatía, le sonrío igual.

—¡Señor! —chilla una voz desde el interior de la carcasa metálica. 

Resta decir que pego un brinco tremendo. No me lo esperaba. Antes de seguir prestándole atención espío a mi alrededor. A nadie le parece raro que me ponga a interactuar con el pequeño robot. Tampoco se han reído de mi estúpido susto. Así que no me alejo, sigo contemplando la sonrisa que no se mueve.

—¡Señor! —repite—. Diga usted lo que necesita y yo le ayudaré a encontrarlo.

Al servicio de la comunidad, así fue que los empezaron a crear. El modelo este parece lo suficientemente viejo como para conservar esa esplendida cualidad. Esclavo hasta el fin de sus tiempos. Asumo que puedo seguirle el juego, satisfacer su innata necesidad de ayudar. La verdad es que me vendría bien un guía.

—Me dijeron que puedo encontrar repuestos de cafeteras en algún sitio de por acá —le comento con cierta reticencia, poco acostumbrado a interactuar con máquinas.

—¡Sígame!

La orden impulsa a mis piernas a que se muevan tras él. Esquivamos un buen número de gente, pero tampoco llegamos demasiado lejos. Lo que pudo haber sido una tarea sencilla acaba siendo frustrado por el brillo azul de una patrulla de policía. La multitud a nuestro alrededor se altera como si el apocalipsis estuviera golpeando a la puerta. Maldigo mi puta suerte.

¿Tengo alguna explicación que me salve de las rejas? Si, desde luego. Sin embargo, enfrentarme a la ley con que sólo ando buscando un repuesto de cafetera tiene un noventa y nueve por ciento de probabilidades de fallar. Por eso, entre mis opciones, tomar el angosto callejón de dudoso final resulta la mejor decisión del momento. El robot que acaba de adoptarme se adelanta pasando por entre mis piernas.

— ¡Sígame! —reitera con una metálica emoción que no puedo compartir.

Camino por la oscuridad, adentrándome en las venas mismas de aquel triste barrio y más que dispuesto a perderme con tal de no acabar preso. La humedad trepa por las sucias paredes y el hedor de los contenedores de basura no ayuda a que el aire de este estrecho pasillo entre los altos edificios pase por mis pulmones. De repente me parece con mucho sentido que el corazón se me detenga por culpa de una repentina y horrenda claustrofobia. Pero una puerta se abre casi en mis narices.

—¡Vamos! —chilla mi robot. Lo veo meterse dentro del edificio. 

¿Seguir vagando en la oscuridad o colarse en lo que parece ser un local de dudosa legalidad? Antes que el otro robot que se encarga de echar la basura cierre la puerta tras de sí apuro mis pasos. Un perfume de ambiente demasiado dulce arde en mi nariz a medida que me adentro en este nuevo sitio, esta vez, por un pasillo tenuemente iluminado por luces anaranjadas. Tengo que encontrar la puerta que de al frente y de ahí volver a lo que fui a hacer. Todo sea por café.

—Hey, espera —susurra una voz nueva, proveniente de quién sabe dónde.

Mi firme decisión es la de apurar el paso, pero volteo por si acaso.

—Oye, tu. Espera. Tengo una propuesta. No te vayas tan rápido.

Tentadoras palabras. Aun así no hay nadie. El pasillo esta igual de desolado que cuando entré. Es sólo entonces, que una pantalla parpadea y caigo en la cuenta de lo que ocurre. Un rostro se dibuja ahí mismo y sonríe. Más tecnología que escapa de mi comprensión. De todas maneras, acerco mis pasos y contemplo aquel juego de pixeles. ¿Qué cree que puede ofrecerme? Si es una salida la acepto con gusto.

—Sé perfectamente lo que estás buscando —me dice sin duda alguna reflejada en su voz artificial.

—¿Ah, sí? —respondo.

—Si si si. Puedo ayudarte a conseguirlo. Aunque primero tienes que hacerme un favor a cambio…

No me gusta cómo suena. La puerta que se sitúa a la izquierda de la pantalla se abre. Unas risas femeninas atraen mi mirada. ¿Prueba de mercancía? Creo oír algo por el estilo, pero no llego a recapacitar que ya me han tumbado en una cama y mi cuerpo se estremece. Dedos fríos se deshacen de mi ropa, me rozan la piel con sutiles caricias. Metal y carne, gemidos artificiales. Cierro los ojos un instante, poseído por un deleite absoluto e inimaginado. No entiendo nada de lo que está ocurriendo, pero tampoco es necesario para que mi cuerpo reaccione y disfrute.

Al menos el mundo a mi alrededor es sumamente insignificante durante el tiempo en que soy tratado cual objeto sexual. Entonces, las luces de la habitación pasan del clásico anaranjado a un violento rojo. Definitivamente algo extraño. Una pantalla brinca del techo con atropellada velocidad y se presenta ante mi cuerpo tendido sobre las sabanas desarregladas. Esta vez se muestra un rostro distinto al que me había guiado hacia este cuarto. No comprendo el idioma en que me habla. Las mujeres de metal empiezan a alejarse asustadas y eso, recién cuando reparo, logra despertar mis alertas.

Empiezo a juntar mi ropa, acelerado, brincando mientras que en el proceso intento vestirme. Giro el picaporte de la única puerta visible y este se niega a ceder. La ausencia de escape hace que la sensación de asfixia y encierro se apoderen de mi otra vez. Cuando quiero darme cuenta un robot más grande que un armario aparece de la nada misma y me empieza a empujar desnudo de la cintura hacia arriba y descalzo. Tropiezo y gateo, en una muy frustrada huida. Dedos fríos me apresan un tobillo.

—INTRUSO —fue la única palabra que pronunció con un nivel de sonido excesivamente fuerte.

Me queda demasiado claro que no soy muy bienvenido. Porque esta única palabra sigue repitiéndose en la boca robótica a medida que soy arrastrado fuera del edificio.

—Ya entendí, en serio que ya entendí. Y puedo salir por mi cuenta —gruño.

Muy mala idea. Lo siguiente que sé es que unos nudillos de metal vuelan directo hacia mi rostro. Creo ver un par de estrellas, no sé si hologramas o producto de mi mente aturdida. Caigo de culo en la calle. Gimo, muy lejos del placer que estuve sintiendo instantes atrás. Cuando me quiero poner de pie lo hago medio tambaleante, esto lo explica el dolor que aqueja toda mi cabeza. ¿Y ahora dónde demonios me encuentro? Busco alguna pista

—¡Señor! —se escucha detrás de mí. Es mi pequeño e inútil guía. Lo veo que apunta con una vara de metal que parece ser el fantasma de un brazo. Sigo con la mirada lo que me señala.

No confíes en los robots.

El cartel parpadea ante mis ojos un par de veces, cual perfecta ironía. Escupo una mezcla de sangre y saliva en dirección a la acera. ¿No podrían habérmelo mencionado antes?



Sofía Macarena Diaz

*Escrito por diciembre de 2018.
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El sillón, ese maldito sillón. Me avisó que lo iba a tirar, quizá como pidiendo permiso. ¿Sabía todo el significado que guardaba ese sillón? Para mí era verlo y notar que respiraba, cargado de memorias de todos los colores y aromas. Momentos tristes, atorados entre lágrimas y temblores incontrolables, sucesos increíblemente lindos, de risas y ojos brillantes. Horas aburridas, de brazos enroscados y minutos eternos, pesados y cansados. Los pelos de gato, las manchas de zapatillas, las películas infinitas y las conversaciones sinceras, ruidosas, abiertas, de añoranzas pasadas y deseos disfrazados. Muchos besos, mucho sexo y también tardes de siestas. Todo estaba a simple vista en ese sillón, toda esa historia de amor. No podía permitir que lo abandonara a su suerte, tirado en la calle junto al contenedor de basura. Aun cuando eso mismo había hecho, ya hace tiempo, con nuestra relación…


En cuanto me decidí a actuar ya era de noche y al otro lado de la ventana asomaban unas nubes de mal augurio. Miré el teléfono y el mensaje con la triste noticia volvió a sentirse como una bofetada. ¿Haría diferencia si rescataba el mueble de su final trágico? Pasado el instante heroico sería todo un estorbo, puesto que el lugar escaseaba y sillones no me hacían falta. Si lo pensaba detenidamente, ni siquiera tenía dónde transportarlo y siendo mi fuerza la única intencionada a moverlo ni podría arrastrarlo muy lejos. Compartir mis planes era impensable y aun así resultaba un accionar sumamente público.

Poco importaba la gente que me viera peleando con un mueble abandonado en la calle. Sólo debía encontrar la forma de acomodarlo a mis planes, salvarlo de una triste vida. ¿Y cuando la gente preguntara de dónde había sacado al sillón? No existiría respuesta, sólo recuerdos, suspiros y el misterioso crujir de los trozos de mi corazón esparcidos por el suelo y siendo pisoteados una y otra vez. ¡Qué hermoso mueble! Exclamarían todos. ¿Dónde lo conseguiste? Silencio, nada más doloroso, a veces, que el silencio como opción de respuesta. 

Entonces allí estaba, de todas formas. De pie en la calle. El cielo partiéndose sobre mi cabeza y el sillón observándome con toda esa vida palpitando en cada partícula que lo confeccionaba. Obvio que lo fui a buscar. No. Quizá no era del todo claro lo que había ido a hacer. En mi interior hacía eco la palabra despedida. Porque si, en realidad estaba ahí para decir adiós. Porque la más pura verdad era que todo tenía su principio y su fin. La muerte acababa entregando su ineludible abrazo tarde o temprano.

La motosierra ronroneó y no lo dudé siquiera un instante. Los afilados dientes lamieron la madera, rasgaron el cuero, desmembraron poco a poco al condenado sillón. Los recuerdos quedaron expuestos, las tripas se esparcieron por la acera y al aire cargado. Las nubes se echaron a llorar; yo, en cambio, chillé de dolor.

Mucho ruido y luego nada, ya no quedaba nada a lo que aferrarse. Nadie crearía nuevos recuerdos sobre los viejos. Me astillé y reí, porque en nada se comparaba ese dolor físico con lo que me ardía el alma hecha jirones. Junté algunos pedazos de madera y me reí. Cual cerdito haría una casa y le abriría la puerta a otro lobo, cualquier lobo que supusiera un consuelo de aquel letal olvido. Ardería la hoguera, arderían las heridas, ardería la casa de madera una y otra vez hasta que el viento decidiera llevarse hasta la última ceniza. Tiempo, sería cuestión de tiempo y dejar de juntar basura.




Sofía Macarena Diaz


*Escrito por diciembre de 2018.
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—¡Ahí va!

Asentí en silencio, de manera inconsciente, sabiendo que el grito provenía del interior de la casa y no podían verme. Me asomé para espiar a través de la ventana. La figura de mi abuelo se levantaba del sillón y comenzaba a moverse lentamente hacia la puerta de entrada. La mía era una visita inesperada.

No existía apuro. Sin embargo, el sonido inquieto de las llaves buscando un agujero confiable donde introducirse provocó en mí un ligero golpe de ansiedad. La puerta se abrió lo suficiente para dejarme pasar y me adelanté. Mis ojos revisaron la pequeña sala amueblada y pronto tuve que volver a prestar atención a las llaves. Mi abuelo ahora peleaba por cerrar la puerta, siendo una pequeña ceguera culpable de sus dificultades. Me apresuré en hacerme cargo de la situación.

—¿Y la abuela? —pregunté.

—Se fue recién. Tendrías que haberla cruzado en la parada, ¿no estaba? —me respondió.

El hombre ya avejentado hablaba a medida que volvía a su trono: un sillón forrado de terciopelo, ubicado junto a la ventana. Desde otra parte de la casa se oía una radio a todo volumen. Las noticias, una detrás de otra, contaminaban el aire. Nada más deprimente que aquel escenario.

¿Qué podía hacer yo? Sentarme en el sofá, pretender una vaga conversación. Por supuesto que al comienzo me dediqué a ello. La charla acarició los tristes aspectos económicos del país. Como no tenía mucho que opinar busqué alguna salida. Mis pies brincaron en dirección a la cocina.

—¿Querés pan tostado? —ofrecí.

Mis manos fueron de acá para allá, abriendo alacenas, cajones, heladera. Encontré una mermelada. Pero el pan no estaba por ningún lado. Existía la opción de salir, ir a la panadería. Aunque antes podía fijarme en el quincho. Mientras, mi abuelo se movió y fue a apagar la radio. No le hice mucho caso, seguí buscando por cuenta propia.

El jardín poseía unas buenas proporciones. Aunque, de todas formas, se lo aniquilaba en cuestión de unas siete u ocho zancadas. Aquel espacio verde y floreado era lo que separaba la casa del quincho. Una de las puertas de este último estaba abierta, algo muy común. Aun así, una sensación extraña me recorrió de los pies a la cabeza. Como una especie de escalofrío, aunque ahí afuera la temperatura era bastante cálida, digna de un día de primavera. No le hice caso y seguí.

El escenario que me encontré fue demasiado doloroso para ser cierto. Intenté pestañear para que la imagen desapareciera, pero quedó grabada en mis retinas. No pude gritar, ni siquiera fui capaz de llorar. Empecé a ser víctima de un ataque de pánico que no me dejaba respirar. Mi abuela, tirada en el suelo, no se movía ni mostraba señal alguna de estar con vida. ¿Cuánto tiempo llevaba? Lo suficiente para que fuera demasiado tarde.

Quise actuar, pero la figura de mi abuelo apareció detrás de mi sin que pudiera reaccionar. No lo escuché acercarse, pero si me llegaron con claridad sus palabras, justo antes que todo se volviera negro.

—Fue un accidente…

Sofía Macarena Diaz


*Escrito por noviembre de 2018.
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