Basura

El sillón, ese maldito sillón. Me avisó que lo iba a tirar, quizá como pidiendo permiso. ¿Sabía todo el significado que guardaba ese sillón? Para mí era verlo y notar que respiraba, cargado de memorias de todos los colores y aromas. Momentos tristes, atorados entre lágrimas y temblores incontrolables, sucesos increíblemente lindos, de risas y ojos brillantes. Horas aburridas, de brazos enroscados y minutos eternos, pesados y cansados. Los pelos de gato, las manchas de zapatillas, las películas infinitas y las conversaciones sinceras, ruidosas, abiertas, de añoranzas pasadas y deseos disfrazados. Muchos besos, mucho sexo y también tardes de siestas. Todo estaba a simple vista en ese sillón, toda esa historia de amor. No podía permitir que lo abandonara a su suerte, tirado en la calle junto al contenedor de basura. Aun cuando eso mismo había hecho, ya hace tiempo, con nuestra relación…


En cuanto me decidí a actuar ya era de noche y al otro lado de la ventana asomaban unas nubes de mal augurio. Miré el teléfono y el mensaje con la triste noticia volvió a sentirse como una bofetada. ¿Haría diferencia si rescataba el mueble de su final trágico? Pasado el instante heroico sería todo un estorbo, puesto que el lugar escaseaba y sillones no me hacían falta. Si lo pensaba detenidamente, ni siquiera tenía dónde transportarlo y siendo mi fuerza la única intencionada a moverlo ni podría arrastrarlo muy lejos. Compartir mis planes era impensable y aun así resultaba un accionar sumamente público.

Poco importaba la gente que me viera peleando con un mueble abandonado en la calle. Sólo debía encontrar la forma de acomodarlo a mis planes, salvarlo de una triste vida. ¿Y cuando la gente preguntara de dónde había sacado al sillón? No existiría respuesta, sólo recuerdos, suspiros y el misterioso crujir de los trozos de mi corazón esparcidos por el suelo y siendo pisoteados una y otra vez. ¡Qué hermoso mueble! Exclamarían todos. ¿Dónde lo conseguiste? Silencio, nada más doloroso, a veces, que el silencio como opción de respuesta. 

Entonces allí estaba, de todas formas. De pie en la calle. El cielo partiéndose sobre mi cabeza y el sillón observándome con toda esa vida palpitando en cada partícula que lo confeccionaba. Obvio que lo fui a buscar. No. Quizá no era del todo claro lo que había ido a hacer. En mi interior hacía eco la palabra despedida. Porque si, en realidad estaba ahí para decir adiós. Porque la más pura verdad era que todo tenía su principio y su fin. La muerte acababa entregando su ineludible abrazo tarde o temprano.

La motosierra ronroneó y no lo dudé siquiera un instante. Los afilados dientes lamieron la madera, rasgaron el cuero, desmembraron poco a poco al condenado sillón. Los recuerdos quedaron expuestos, las tripas se esparcieron por la acera y al aire cargado. Las nubes se echaron a llorar; yo, en cambio, chillé de dolor.

Mucho ruido y luego nada, ya no quedaba nada a lo que aferrarse. Nadie crearía nuevos recuerdos sobre los viejos. Me astillé y reí, porque en nada se comparaba ese dolor físico con lo que me ardía el alma hecha jirones. Junté algunos pedazos de madera y me reí. Cual cerdito haría una casa y le abriría la puerta a otro lobo, cualquier lobo que supusiera un consuelo de aquel letal olvido. Ardería la hoguera, arderían las heridas, ardería la casa de madera una y otra vez hasta que el viento decidiera llevarse hasta la última ceniza. Tiempo, sería cuestión de tiempo y dejar de juntar basura.




Sofía Macarena Diaz


*Escrito por diciembre de 2018.

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