Improvisando

Tenés que ir al barrio mecha. Eso me dijeron todos. Pero es sólo un repuesto de cafetera lo que necesito. No, no importa, el barrio este tiene lo que buscás y a un precio insignificante. Me lo vendieron re bien. Así que acá estoy.

Me fui a parar en la calle principal, apenas salí del trabajo, y los carteles confeccionados por luces de neón de todos los colores lastimaron mis cansadas retinas. Cada tienda tiene un ancho de tres o cuatro metros, hay millones. Chatarra robótica por todos lados. Colgando de las paredes, desperdigada por la calle. No pueden faltar los tenderos, tratando de captar la atención de quien pasa caminando por al lado. El ruido se suma al resto de la contaminación. Impresionante.

Un trasto de metal oxidado, mezcla de color hierro y lo que alguna vez fue azul cielo, desliza sus ruedas desaceitadas hacia mí. Entonces se detiene, apunta con dos luces tenues, bastante gastadas, que hacen de ojos, a mi rostro y parece parpadear. Lo que una vez fue una mandíbula quedó trabada en una graciosa sonrisa, me empuja a corresponder el gesto con una mejor imitación. No importa que el bicho carezca de sentimientos como para reconocer mi intento de empatía, le sonrío igual.

—¡Señor! —chilla una voz desde el interior de la carcasa metálica. 

Resta decir que pego un brinco tremendo. No me lo esperaba. Antes de seguir prestándole atención espío a mi alrededor. A nadie le parece raro que me ponga a interactuar con el pequeño robot. Tampoco se han reído de mi estúpido susto. Así que no me alejo, sigo contemplando la sonrisa que no se mueve.

—¡Señor! —repite—. Diga usted lo que necesita y yo le ayudaré a encontrarlo.

Al servicio de la comunidad, así fue que los empezaron a crear. El modelo este parece lo suficientemente viejo como para conservar esa esplendida cualidad. Esclavo hasta el fin de sus tiempos. Asumo que puedo seguirle el juego, satisfacer su innata necesidad de ayudar. La verdad es que me vendría bien un guía.

—Me dijeron que puedo encontrar repuestos de cafeteras en algún sitio de por acá —le comento con cierta reticencia, poco acostumbrado a interactuar con máquinas.

—¡Sígame!

La orden impulsa a mis piernas a que se muevan tras él. Esquivamos un buen número de gente, pero tampoco llegamos demasiado lejos. Lo que pudo haber sido una tarea sencilla acaba siendo frustrado por el brillo azul de una patrulla de policía. La multitud a nuestro alrededor se altera como si el apocalipsis estuviera golpeando a la puerta. Maldigo mi puta suerte.

¿Tengo alguna explicación que me salve de las rejas? Si, desde luego. Sin embargo, enfrentarme a la ley con que sólo ando buscando un repuesto de cafetera tiene un noventa y nueve por ciento de probabilidades de fallar. Por eso, entre mis opciones, tomar el angosto callejón de dudoso final resulta la mejor decisión del momento. El robot que acaba de adoptarme se adelanta pasando por entre mis piernas.

— ¡Sígame! —reitera con una metálica emoción que no puedo compartir.

Camino por la oscuridad, adentrándome en las venas mismas de aquel triste barrio y más que dispuesto a perderme con tal de no acabar preso. La humedad trepa por las sucias paredes y el hedor de los contenedores de basura no ayuda a que el aire de este estrecho pasillo entre los altos edificios pase por mis pulmones. De repente me parece con mucho sentido que el corazón se me detenga por culpa de una repentina y horrenda claustrofobia. Pero una puerta se abre casi en mis narices.

—¡Vamos! —chilla mi robot. Lo veo meterse dentro del edificio. 

¿Seguir vagando en la oscuridad o colarse en lo que parece ser un local de dudosa legalidad? Antes que el otro robot que se encarga de echar la basura cierre la puerta tras de sí apuro mis pasos. Un perfume de ambiente demasiado dulce arde en mi nariz a medida que me adentro en este nuevo sitio, esta vez, por un pasillo tenuemente iluminado por luces anaranjadas. Tengo que encontrar la puerta que de al frente y de ahí volver a lo que fui a hacer. Todo sea por café.

—Hey, espera —susurra una voz nueva, proveniente de quién sabe dónde.

Mi firme decisión es la de apurar el paso, pero volteo por si acaso.

—Oye, tu. Espera. Tengo una propuesta. No te vayas tan rápido.

Tentadoras palabras. Aun así no hay nadie. El pasillo esta igual de desolado que cuando entré. Es sólo entonces, que una pantalla parpadea y caigo en la cuenta de lo que ocurre. Un rostro se dibuja ahí mismo y sonríe. Más tecnología que escapa de mi comprensión. De todas maneras, acerco mis pasos y contemplo aquel juego de pixeles. ¿Qué cree que puede ofrecerme? Si es una salida la acepto con gusto.

—Sé perfectamente lo que estás buscando —me dice sin duda alguna reflejada en su voz artificial.

—¿Ah, sí? —respondo.

—Si si si. Puedo ayudarte a conseguirlo. Aunque primero tienes que hacerme un favor a cambio…

No me gusta cómo suena. La puerta que se sitúa a la izquierda de la pantalla se abre. Unas risas femeninas atraen mi mirada. ¿Prueba de mercancía? Creo oír algo por el estilo, pero no llego a recapacitar que ya me han tumbado en una cama y mi cuerpo se estremece. Dedos fríos se deshacen de mi ropa, me rozan la piel con sutiles caricias. Metal y carne, gemidos artificiales. Cierro los ojos un instante, poseído por un deleite absoluto e inimaginado. No entiendo nada de lo que está ocurriendo, pero tampoco es necesario para que mi cuerpo reaccione y disfrute.

Al menos el mundo a mi alrededor es sumamente insignificante durante el tiempo en que soy tratado cual objeto sexual. Entonces, las luces de la habitación pasan del clásico anaranjado a un violento rojo. Definitivamente algo extraño. Una pantalla brinca del techo con atropellada velocidad y se presenta ante mi cuerpo tendido sobre las sabanas desarregladas. Esta vez se muestra un rostro distinto al que me había guiado hacia este cuarto. No comprendo el idioma en que me habla. Las mujeres de metal empiezan a alejarse asustadas y eso, recién cuando reparo, logra despertar mis alertas.

Empiezo a juntar mi ropa, acelerado, brincando mientras que en el proceso intento vestirme. Giro el picaporte de la única puerta visible y este se niega a ceder. La ausencia de escape hace que la sensación de asfixia y encierro se apoderen de mi otra vez. Cuando quiero darme cuenta un robot más grande que un armario aparece de la nada misma y me empieza a empujar desnudo de la cintura hacia arriba y descalzo. Tropiezo y gateo, en una muy frustrada huida. Dedos fríos me apresan un tobillo.

—INTRUSO —fue la única palabra que pronunció con un nivel de sonido excesivamente fuerte.

Me queda demasiado claro que no soy muy bienvenido. Porque esta única palabra sigue repitiéndose en la boca robótica a medida que soy arrastrado fuera del edificio.

—Ya entendí, en serio que ya entendí. Y puedo salir por mi cuenta —gruño.

Muy mala idea. Lo siguiente que sé es que unos nudillos de metal vuelan directo hacia mi rostro. Creo ver un par de estrellas, no sé si hologramas o producto de mi mente aturdida. Caigo de culo en la calle. Gimo, muy lejos del placer que estuve sintiendo instantes atrás. Cuando me quiero poner de pie lo hago medio tambaleante, esto lo explica el dolor que aqueja toda mi cabeza. ¿Y ahora dónde demonios me encuentro? Busco alguna pista

—¡Señor! —se escucha detrás de mí. Es mi pequeño e inútil guía. Lo veo que apunta con una vara de metal que parece ser el fantasma de un brazo. Sigo con la mirada lo que me señala.

No confíes en los robots.

El cartel parpadea ante mis ojos un par de veces, cual perfecta ironía. Escupo una mezcla de sangre y saliva en dirección a la acera. ¿No podrían habérmelo mencionado antes?



Sofía Macarena Diaz

*Escrito por diciembre de 2018.

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