Ahí va


—¡Ahí va!

Asentí en silencio, de manera inconsciente, sabiendo que el grito provenía del interior de la casa y no podían verme. Me asomé para espiar a través de la ventana. La figura de mi abuelo se levantaba del sillón y comenzaba a moverse lentamente hacia la puerta de entrada. La mía era una visita inesperada.

No existía apuro. Sin embargo, el sonido inquieto de las llaves buscando un agujero confiable donde introducirse provocó en mí un ligero golpe de ansiedad. La puerta se abrió lo suficiente para dejarme pasar y me adelanté. Mis ojos revisaron la pequeña sala amueblada y pronto tuve que volver a prestar atención a las llaves. Mi abuelo ahora peleaba por cerrar la puerta, siendo una pequeña ceguera culpable de sus dificultades. Me apresuré en hacerme cargo de la situación.

—¿Y la abuela? —pregunté.

—Se fue recién. Tendrías que haberla cruzado en la parada, ¿no estaba? —me respondió.

El hombre ya avejentado hablaba a medida que volvía a su trono: un sillón forrado de terciopelo, ubicado junto a la ventana. Desde otra parte de la casa se oía una radio a todo volumen. Las noticias, una detrás de otra, contaminaban el aire. Nada más deprimente que aquel escenario.

¿Qué podía hacer yo? Sentarme en el sofá, pretender una vaga conversación. Por supuesto que al comienzo me dediqué a ello. La charla acarició los tristes aspectos económicos del país. Como no tenía mucho que opinar busqué alguna salida. Mis pies brincaron en dirección a la cocina.

—¿Querés pan tostado? —ofrecí.

Mis manos fueron de acá para allá, abriendo alacenas, cajones, heladera. Encontré una mermelada. Pero el pan no estaba por ningún lado. Existía la opción de salir, ir a la panadería. Aunque antes podía fijarme en el quincho. Mientras, mi abuelo se movió y fue a apagar la radio. No le hice mucho caso, seguí buscando por cuenta propia.

El jardín poseía unas buenas proporciones. Aunque, de todas formas, se lo aniquilaba en cuestión de unas siete u ocho zancadas. Aquel espacio verde y floreado era lo que separaba la casa del quincho. Una de las puertas de este último estaba abierta, algo muy común. Aun así, una sensación extraña me recorrió de los pies a la cabeza. Como una especie de escalofrío, aunque ahí afuera la temperatura era bastante cálida, digna de un día de primavera. No le hice caso y seguí.

El escenario que me encontré fue demasiado doloroso para ser cierto. Intenté pestañear para que la imagen desapareciera, pero quedó grabada en mis retinas. No pude gritar, ni siquiera fui capaz de llorar. Empecé a ser víctima de un ataque de pánico que no me dejaba respirar. Mi abuela, tirada en el suelo, no se movía ni mostraba señal alguna de estar con vida. ¿Cuánto tiempo llevaba? Lo suficiente para que fuera demasiado tarde.

Quise actuar, pero la figura de mi abuelo apareció detrás de mi sin que pudiera reaccionar. No lo escuché acercarse, pero si me llegaron con claridad sus palabras, justo antes que todo se volviera negro.

—Fue un accidente…

Sofía Macarena Diaz


*Escrito por noviembre de 2018.

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