Allí, en un mundo muy diferente al de las
altas clases, corría la señorita Ming como si un fantasma la persiguiera. El
recuerdo de su viejo padre, demacrado por el tiempo, la atormentaba sin cesar.
Solo había bastado con leer las primeras líneas de la carta, escrita en un
papel arrugado y desteñido con una caligrafía tan horrenda como la de un niño
que apenas sabía escribir su nombre, para echar a correr.
Aún su mano se aferraba a aquel escrito
repleto de palabras sin sentido. Su qipao chino, que en un momento había sido
plateado con diseños de preciosas flores en tonos purpuras, estaba lleno de
barro. El tajo que delineaba su pierna derecha se había rasgado hasta su
cintura dejando una atractiva vista de su prenda íntima. Pero a ella no le
importaba, la ayudaba a correr con más velocidad. Necesitaba llegar cuanto
antes.
Sus ojos estaban bañados de lágrimas que se
negaba a dejar caer, a pesar de que sus pasos la hacían tropezar innumerables
veces y volvía a ponerse de pie, para seguir con aquella prisa que la dominaba.
Estaba tan preocupada que ni siquiera había notado que una de sus sandalias se
había roto y perdido en el camino. Nunca se dio cuenta de lo lejos que se había
ido de su padre, hasta aquella fría noche.
Podía recordar como si hubiese sido ayer el
día en que le dio la espalda al hombre que la crió con tanto esfuerzo y cariño
para buscar una mejor vida. Ella nunca había querido vivir en un chiquero como
aquel, criando aves y muriendo de hambre en el intento por sobrevivir. Pero en
cuanto consiguió introducirse dentro del corazón de un importante duque no
esperó un solo minuto para enviar dinero a su progenitor. Se había sentido como
un monstruo al abandonar al pobre hombre solo, luego de la pérdida de su amada
esposa. Sin embargo no pudo encontrar otra solución. Ella quería sentirse como
una princesa, vestirse y comer exquisiteces como una. Lo consiguió, estaba por
comprometerse con un importante y adinerado hombre dentro de un par de días.
Sin embargo leer la carta de su padre le
había partido el corazón. Había bebido más de una copa de aquel vino de uvas
dulces que le cosquilleaba el paladar, hasta que la copa se resbaló de sus
finos dedos y cayó al suelo ensuciando una importante alfombra. Al principio se
había preocupado por quitar la mancha, temiendo que pudieran enfadarse con ella
por aquel descuido. Pero luego reparó en que aquella no era su vida. Había
disfrutado bastante de lujos inimaginables mas no podía dejar que aquello
siguiera hasta atraparla por completo y dejarla sin salida. Así fue cómo tomó
la carta y escapó.
¿Quién quería ser la mujer de un viejo al
cual las joyas se le pegaban al cuerpo como sanguijuelas? Debía reconocer que
le daba repulsión ver cómo los objetos de oro y plata se incrustaban en su
blanda y pegajosa piel. Había soportado tantas cosas, como tener que dejar a
aquellos gruesos y sucios dedos recorrer su cuerpo sin ninguna restricción.
Pero había sido un justo intercambio, jamás olvidaría la deliciosa vida en
aquel enorme palacio. Ahora solo le quedaba volver con su padre, ayudarlo a
beber su medicina y acompañarlo en aquella enorme soledad en la cual lo había
abandonado.
Pudo sentir un terrible alivio cuando su
pie descalzo alcanzó el frío suelo de su viejo hogar, aquella pocilga sin
futuro. Recorrió el lugar de habitación en habitación, esperando encontrar el
asombro en el rojo brillo de los ojos de su padre. Pero se vio envuelta en una
completa ira mientras descubría la verdad detrás de las palabras de aquel
viejo. Cayó de rodillas en la habitación que una vez había sido de él y releyó
la carta. Esta vez llegó hasta la última línea, leyó la fecha en que había sido
escrita y quiso morir. Su cuerpo se convulsionó de dolor y amargura antes de
que la adrenalina volviera a invadirla. Con los ojos ardiendo por el llanto
comenzó a destrozar todo lo que había a su alcance.
Había llegado demasiado tarde. No quería
aceptarlo, pero encontrar todo el dinero que le había enviado, para cubrir los
gastos necesarios, oculto en lo profundo del armario fue un duro golpe para
ella. No fue solo el hecho de que no aceptara la ayuda monetaria que se había
encargado de proporcionarle, sino que incluso halló algo más entre los restos
de su difunto padre. No podía creer lo que veía, no quería creer que había sido
privada de poseer aquel valioso objeto. Su padre había sido egoísta e
increíblemente terco hasta su muerte.
Sus manos intentaron tomar el delicado
anillo de compromiso que una vez le había pertenecido a su madre y descansaba
allí escondido de todos, de ella. Era el primer rastro que veía en toda su
larga vida y verificaba el hecho de que una vez su madre había existido. Nunca
encontró fotos, ropa vieja, como vestidos o zapatos, no conocía el aroma ni la
apariencia de la mujer que la había dado a luz. Pero su padre siempre se había
limitado a decirle que la amaba mucho y recordarla le dolía demasiado. ¿Cómo es
que no podía sujetar aquella pequeña argolla entre sus delgados dedos?
Por más veces que lo intentó falló. Su
cuerpo se congeló por un instante, para luego dejar de temblar. No hubo más
frío ni calor, ni odio ni miedo, el dolor se esfumó. Recordó repentinamente el
agrio sabor que se deslizó por su garganta antes de que la copa de vino se
desplomara, junto a su vida. Observó el dinero abandonado, el anillo que nunca
le habían entregado y la foto de su padre con una impecable sonrisa mirándolo
desde la mesa de luz. Entonces deseó vivir.
Sophie Black
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